domingo, 29 de agosto de 2010

Juan Carlos Onetti


Juan Carlos Onetti (Montevideo 1909 - Madrid 1994)

En realidad la escribí porque yo no me sentía feliz en la realidad en que estaba viviendo, de modo que se trataba de una posición de fuga y el deseo de existir en otro mundo en el que fuera posible respirar y no tener miedo. Esta es Santa María y éste es su origen. Yo era un demiurgo y podía construir una ciudad donde las cosas acontecieran como me diera la gana. Ahí se inició la saga de Santa María, donde los personajes van y vienen, mueren y resucitan. (Por Culpa de Fantomas, 1974)

Juan Carlos Onetti se ha convertido con el paso de los años en un escritor de culto, creador abstruso, difícil y oscuro, fabulador angustioso, que toca temas y asuntos que revelan el lado más cruel del ser humano.
Fascinado con la idea del mal, Onetti ha creado una extraordinaria galería de perdedores, de gente miserable marcada por la indiferencia moral que se mueve entre las sombras de la vida literaria, dejando para el lector una buena dosis de inmundicia y cochambre donde no faltan los pervertidos, los alcohólicos, las prostitutas, los asesinos, y violadores, gente frustrada que se inventa vidas interiores para paliar el efecto devastador de la implacable realidad.
Onetti ha explorado los límites del ser humano al tiempo que indagaba en las potencialidades de la propia literatura, lejos del nacionalismo temático y lejos de corrientes como el racionalismo, el criollismo, o el indigenismo tan propios del las primeras décadas del siglo xx.
Formado en la novela europea de raíz existencial , representada por el escritor francés Louis Ferdinand Celine, Onetti sigue muy de cerca a los grandes maestros norteamericanos, como William Faulkner, Ernest Hemingway, o John Dos Passos, y se forma de las técnicas de indagación psicológica características de la novela negra y policial de su tiempo, mostrando un cuadro inquietante sobre la soledad, la incomunicación, el sentido de la culpa, o la tendencia al Mal, lo que recuerda a otro escritor rioplatense como Ernesto Sábato, sin embargo, ninguno como Onetti ha llegado a representar con tanta crudeza las zonas oscuras del alma humana, tal y como aparecen en sus dos primeros títulos: El Pozo (1939) y Tierra de nadie (1941) que lo convierten muy pronto en un escritor maldito y muy incómodo para el canon oficial de la literatura uruguaya y argentina.
Onetti es un maestro a la hora de representar el mundo caótico que caracteriza a la urbe moderna, adelantándose a los novelistas más severos del boom, Onetti ha sido uno de los primeros escritores en comprender que toda obra es la suma de las estructuras y lenguaje, lo que ha permitido crear un universo asfixiante lleno de seres degradados, indiferentes, bordeando siempre la legalidad y la razón.
En sus novelas siempre parte de lo escatológico, de la cochambre de la vida cotidiana para ofrecer una visión nihilista de la vida y del hombre, marcada siempre por el fatalismo, lo que acerca a otro maestro, William Faulkner, y a un contemporáneo, Roberto Arlt.
Onetti se forma como escritor en los años 30 durante la llamada "década infame", en la que hay un verdadero descreimiento hacia el progreso técnico y mecánico que en algún modo se traduce en progreso humano. Perteneciente a la generación crítica o generación del 45, Onetti vivió el desencanto de los fallidos años 20, con sus pompas económicas desvanecidas y su confianza ciega en la sociedad próspera, que no supo ver el auge de los fascismos que habrían de tener punto final a las libertades individuales y colectivas con los golpes de estado de Uriburu en Argentina (1930) y Terra en Uruguay (1933) .
Su aceptación en los circuitos literarios ha sido lenta y desigual, sobretodo después de su recuperación en la década de los 60, con el impacto mediático de las novelas de Carlos Fuentes, Vargas Llosa y García Marquez.
No obstante, aunque tuvo un enorme prestigio dentro de su país, lo cierto es que su popularidad fue menor y a veces efímera dentro del continente americano, debido a los prejuicios con que buena parte de los lectores se acercó a una narrativa que resultaba muy incómoda por la falta de pudor con que el escritor uruguayo indagaba en las raíces del Mal en la sociedad contemporánea. La primera novela de la que tendremos noticias es Tiempo de abrazar, pero por razones muy diversas se perdió parte del manuscrito y no pudo publicarse en su totalidad hasta 1974. Por lo que se ha conservado sabemos que es una novela claustrofóbica y un tanto fragmentaria en su estructura siguiendo el magisterio de Faulkner con un trasfondo filósofico que recrea el mundo gris inestable de un adolescente, Julia Jason que se acerca a la madurez en medio de un reguero de frustraciones y busca el amor verdadero, quizás en honor a su apellido, en medio de los hastíos locales y familiares. En la novela ya aparece un tema que será crucial en toda narrativa onettiana: la ensoñación como antídoto frente al caos de la cotidianeidad y las obsesiones sexuales con el mundo de la prostitución. La primera edición del Pozo pasó inadvertida en el tiempo y hubo que esperar a la segunda en 1965, con prólogo de Angel Rama para que se viera como una obra maestra.
El pozo presenta de forma embrionaria los grandes temas de la literatura onettiana, como es el mundo urbano visto desde la periferia, los personajes fracasados que arrastran consigo la angustia existencial como ocurre con Eladio Linacero, protagonista de la novela o el pasado oscuro y tormentoso de muchos de los personajes de sus ficciones.
En medio de su fracaso existencial , Eladio, decide escribir de sus memorias a lo largo de una noche justo el cumplir sus 40 años, para poder revivirlas de nuevo y apostando a la realidad siguiendo la tradición de la novela confesional inaugurada por Dostoievski con memorias del subsuelo. En el pozo el lector sabe en todo momento que las pretensiones realistas de la narración son fallidas porque en sus recuerdos se mezclan los deseos, la imaginación y la ensoñación.
El protagonista, de forma voluntaria, tiende a camuflar los horrores del pasado, utilizando como coartada su propia realidad.
Onetti ha caracterizado a Eladio Linacero como un personaje con escasos recursos intelectuales por lo que el lector admite sin escrúpulos los datos de su pasado sumergiéndose junto a él en un pozo de agua sucia.
En el pozo el mundo descripto o Onetti está marcado por la extrema pobreza tanto física como espiritual, donde abundan los elementos nauseabundos como una metonimia del interior del personaje.
El título de la novela está relacionado con la patología del personaje.

martes, 24 de agosto de 2010

Borges sobre Shakespeare


Borges dedicó cuentos, poemas y ensayos a Shakespeare, interesándose no sólo en distintos aspectos de su obra –por ejemplo, su transgresión a la regla de las unidades espaciales y temporales en las representaciones teatrales o el análisis de Macbeth– sino también observando la curiosidad biográfica “de que un hombre mediocre, oscuro, de quien poco se sabe, llegue a ser uno de los escritores más renombrados”.
El tema permanente en las obras de Borges, al igual que en las de Shakespeare, es lo transitorio de la vida y la vanidad de la gloria
A continuación una serie de textos de Borges que, directa o indirectamente, dedicó a Shakespeare.

"A Shakespeare Anthology”, reseña bibliográfica aparecida en la revista Sur (n° 62 de noviembre de 1939) y recogida en Borges en Sur. 1931-1980 (Buenos Aires, Emecé, 1999).
“EvEverything and nothing
Jorge Luis Borges. El hacedor (1960)
erything and nothing”, prosa breve incluida en El hacedor (1960).
“Página sobre Shakespeare”, ensayo aparecido en la revista Sur (n° 289-290, julio-octubre de 1964, dedicado a Shakespeare) y recogido en Borges en Sur. 1931-1980, ya citado.
“Tema del traidor y del héroe”, publicado en revista Sur (n° 112, de febrero de 1944) y recogido en Ficciones (1944).
“Shakespeare y las unidades”, ensayo publicado en la revista Cuadernos (n° 87, agosto de 1964) y recogido en Textos recobrados. 1956-1986 (Emecé Editores, Buenos Aires, 2003).
“El teatro”, comentario sobre Macbeth, Hamlet y Romeo y Julieta incluido en Introducción a la literatura inglesa (en colaboración con María Esther Vázquez, 1965).
“Macbeth”, poema de cuatro versos incluido en la sección “Trece monedas”, de El oro de los tigres (1972).
“Prólogo” a Macbeth, publicado por Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1970 y luego recogido en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975).
“La memoria de Shakespeare”, cuento publicado en el diario. Clarín el 15 de mayo de 1980 y luego recogido junto a otros tres relatos en el libro La memoria de Shakespeare (1983).

Everything and nothing
Jorge Luis Borges (El hacedor ,1960)

Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantás­ticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero, con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir para siempre, que un individuo no debe diferir de su especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que habla­ría un contemporáneo; después consideró que en el ejer­cicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o "Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejan­za del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo a­firma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy. La identidad fundamental del existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.
Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana le sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdicha­dos amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenia que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quién le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testa­mento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.

viernes, 20 de agosto de 2010

Julio Cortazar


Julio Florencio Cortázar nace en Bruselas el 26 de agosto de 1914, hijo de Julio Cortázar y María Herminia Descotte.
Con la ciudad ocupada por las tropas alemanas, la familia se muda a Ginebra y posteriormente a Zurich, donde aguarda el fin de la I Guerra Mundial.
En 1918, la familia se instala en el suburbio bonaerense de Banfield.
El padre abandona a la familia, y Julio Cortázar se cría con su madre, su hermana, su tía y su abuela. En 1923, el niño Cortázar escribe su primera novela, además de poemas.
En 1932, obtiene el título de Maestro Normal, y en 1935, el de Maestro Normal en Letras. Ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Enseña en Bolívar y Chivilcoy.
En 1938, publica bajo el pseudónimo de Julio Denis su primer poemario, “Presencia”. Cortázar recorrió Argentina impartiendo clases antes de alcanzar renombre internacional por su obra literaria.
Estuvo de profesor en la escuela San Carlos de la ciudad de Bolívar, del 31 de mayo 1937 al 31 de julio de 1939, y en la Escuela Normal de Chivilcoy como titular de Historia, Geografía e Instrucción Cívica, del 22 de agosto de 1939 hasta julio de 1944, fecha en la que le ofrecieron las cátedras de Literatura Meridional y Septentrional en la Universidad de Cuyo, que dictó en 1944 y 1945. “Enseñé en ella sin tener título universitario. Era una universidad muy joven, pagaban unos sueldos de hambre, pero al mismo tiempo nos proponía a los jóvenes argentinos una especie de apostolado: ir a enseñar aquello que nosotros conocíamos mejor que los estudiantes”.
En la universidad, Cortázar dejó de enseñar instrucción cívica y dio un curso sobre literatura francesa e inglesa. “Año y medio estuve en Cuyo, hasta que llegó el primer gobierno de Perón, y me marché”.

Cortazar en letras

A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.
Palabra

Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo.
Mañana
Ya están vestidos, ya se van por la calle. Y es sólo entonces cuando están muertos, cuando están vestidos, que la ciudad los recupera hipócrita y les impone los deberes cotidianos.
Ciudad

Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino es también la luna y el espejo, busco esa línea que hace temblar a un hombre en una galería de museo. Además te quiero, y hace tiempo y frío.
Frío

Fui una letra de tango para tu indiferente melodía.
Tango

Todo lo que de vos quisiera es tan poco en el fondo porque en el fondo es todo.
Querer

Con qué tersa dulzura me levanta del lecho en que soñaba profundas plantaciones perfumadas.
Dulzura

Por eso no seremos nunca la pareja perfecta, la tarjeta postal, si no somos capaces de aceptar que sólo en la aritmética el dos nace del uno más el uno.
Pareja

Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Espejo

No nos vimos nunca pero no importaba, mi hermano despierto mientras yo dormía, mi hermano mostrándome detrás de la noche su estrella elegida.
Hermano

(...) Lo que me gusta es escribir y cuando termino es como cuando uno se va dejando resbalar de lado después del goce, viene el sueño y al otro día ya hay otras cosas que te golpean en la ventana, escribir es eso, abrirles los postigos y que entren.

"En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferenciade mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las co-sas tal como me son dadas."

lunes, 16 de agosto de 2010

Epílogo del libro de arena


Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro.
El Congreso es quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días.
El opaco principio quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación, pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una herejía posible. La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte ("Es acción santa matar a Rosas") y al Himno Nacional Uruguayo ("Si tiranos, de Bruto el puñal") no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución, pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.

J.L.B.

Buenos Aires, 3 de febrero de 1975

miércoles, 11 de agosto de 2010

Felisberto Hernández, Borges y yo, Ausencia



Felisberto Hernandez habla sobre sus cuentos

"Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda."


Felisberto Hernández (Montevideo, 20 de octubre de 1902 / 13 de enero de 1964), pianista y escritor uruguayo.
El carácter autobiográfico de la narrativa de este autor, así como la originalidad de sus temas libran al público a las particularidades de un personaje que deambula entre las fronteras de lo real y las de lo fantástico.
Admirado por escritores tan diversos como Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez e Italo Calvino, el escritor uruguayo fue un vanguardista, de aquellos que hirieron de muerte al realismo y abrieron el camino para el desarrollo de la narrativa contemporánea. Su obra retrata el pequeño mundo de los suburbios de Montevideo, su ciudad natal, y la atmósfera de los pueblos del interior de la Argentina, que recorrió como pianista. Ahora, al mismo tiempo, acaban de aparecer dos libros que recogen buena parte de su obra: “Cuentos reunidos” (Eterna Cadencia) y “Las Hortensias” (El Cuenco de Plata), mientras otra editorial argentina prepara un tercer volumen de sus cuentos selectos.
Cortázar, Bioy Casares, José Bianco leyeron y elogiaron los cuentos de Felisberto Hernández cuando los publicaba en Sur, en La Nación, a mediados de los 40. Carlos Fuentes, García Márquez, Reinaldo Arenas lo descubrirán asombrados un par de décadas más tarde. Italo Calvino traducirá y prologará la edición italiana de Nadie encendía las lámparas. “Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a ninguno; a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos; es un ‘irregular’ que escapa a toda clasificación y encasillamiento pero a cada página se nos presenta como inconfundible”, anotará Calvino



Borges y yo - Jorge Luis Borges

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.

Ausencia

Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde
.

Jorge Luis Borges
Fervor de Buenos Aires (1923)

sábado, 7 de agosto de 2010

La muerte y la brújula (Revista Sur, 1942)


De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño - tan rigurosamente extraño, diremos - como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos.
Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho.
Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
-No hay que buscarle tres pies al gato-decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro-.
Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
-Posible, pero no interesante-respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
-No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
-No tan desconocido-corrigió Lönnrot -. Aquí están sus obras completas-. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
-Soy un pobre cristiano-repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
-Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías-murmuró Lönnrot.
-Como el cristianismo-se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa.

La primera letra del Nombreha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo.
La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon -esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias.
Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish -él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas- y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín -el Philologus hebraeograecus(1739), de Leusden- con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
-¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir -agregó-, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
-¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
-No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir, reprobó "las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos"; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, "aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio"; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran "los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico"; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición.
Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
-Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
-Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
-Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
-Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy.
Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó...
Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sotano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
-Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
-Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
-No- dijo Scharlach.- Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mostruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas- entre ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar...
A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos...
Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del 3 de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la noche del 3 de enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro.
Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenua barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
-En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach-, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Curiosos anticipos Borgeanos

Estoy secuestrada por las letras y vida de Mario Benedetti a través de Hortensia Campanella y un "Mito discretísimo". Imperdible. Inadjetivable.

Sin embargo no pude abandonar la adicción borgeana, y aquí van algunos anticipos y análisis de "El aleph", "El golem", y "El testigo". Los espero.

En Inquisisiones (1925), hallamos una primera y singular aproximación al Aleph. En un comentario bibliográfico a La Sagrada Cripta de Pombo de Ramón Gomez de la Serna, Borges expresa: "¿Qué signo puede recoger en su abreviatura el sentido de la tarea de Ramón?
Yo pondría sobre ella el signo ALEF que en la matemática nueva es el señalador de infinito. Guarismo que abarca los demás o la aristada rosa de los vientos que infatigablemente urge sus dardos a toda lejanía". Borges dice allí de cierta abarrotada plenitud porque "Ramón ha inventariado el mundo...con ansiosa descripción...cada cosa del mundo".
Tal plenitud no está en la concordia ni en multiplicaciones de síntesis y se avecina más al cosmorama o al atlas, que a una visión total del vivir, como la rebuscada de "los teólogos".
Borges no ahorra adjetivos y subraya "ese omnívoro entusiasmo" y esa "heroica urgencia de aferrar la vida huidiza". Paradojalmente critica las enumeraciones millonarias: "Walt Whitman se satisfizo con la enumeración de los objetos cuyo hacinamiento es el mundo...Ramón ha puesto la cachazuda vehemencia de su terco mirar en cada brizna de la realidad que lo abarca".

BORGES, DEL SECRETO AL ALEPH (1949)

"Las letras hebreas son como una nuez: hay que golpearlas para extraerles su fruto y encontrar la verdad."
La Cábala

El cuento "El Aleph" ha alcanzado internacionalmente un nivel simbólico, casi emblemático de Borges. El porqué de tal fascinación es, sin duda, a la vez que un enigma cautivante, un interrogante abierto.
Aleph, místico encuentro del Todo en Uno y del Uno con Todo. Tiempo y espacio en Un presente. El Todo, en un indiscriminado vértigo sincrónico, parece haber ofuscado desde siempre la mente humana. Tal vez, porque detrás se ocultan las angustias modestas y cotidianas de la impotencia del hombre, criatura y creador de Dios.
A través de esa primera letra del alfabeto hebreo, Borges se asoma al origen. A la creación. Y por eso, una vez más, al Secreto. Ese ritual que a los sectarios del Fénix permite concebir y así, crear. Sabemos que él se lamenta de no pertenecer... pero sublimación mediante, lo logra en la plenitud de algún Aleph.
En la soledad de un sótano y en un pequeñísimo espejo, Borges puede, casi ciego, observarse observando. Aventurero de lo desconocido, accede de esta forma a constituirse en der dichter, el Creador. ¿Dios? "En la más ínfima de las sustancias, ojos tan penetrantes como los de Dios, pueden leer el curso total del universo" (Leibnitz).
Borges insiste: "Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo".
No solo en "El Aleph" habla de ese encuentro, también en "El Testigo", escrito en colaboración con Bioy Casares, dirá que en un punto, y también en un sótano, un otro Aleph sorprende y enloquece: la Santísima Trinidad. Descubierta allí, logra enfermar primero y matar después a la niña Flora de 9 años, personaje de ese cuento.
Aleph, lugar desde donde se puede asomar al infinito, simultánemente al Todo: a Una y Tres personas, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
EL TESTIGO (1960)

En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto. Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillamos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?

Análisis: Borges nos situa en la época con la sola mención de "la nueva iglesia de piedra", para culminar por describir la totalidad de la escena con el tinte gris, el olor del lugar que nos tendrá de testigos y el tiempo que transcurre. "El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado"
¿La vida, la vigilia, o el sueño? ¿Cuándo somos más nosotros, en el sueño o en vigilia?
Tal vez jugando a decirnos que la muerte nos hará ver una vida más viva de la que vivimos. La muerte que tal vez sea la antesala, la verdadera entrada a la vida
El hombre como la mezcla de lo sublime y lo cotidiano.
Todos los dioses exigen el sacrificio de los hombres...
Woden, el dios blanco, uno de los de la antigua trilogía, entra y desplaza a los otros dioses. Dioses que sí interactuaban con los hombres. El dios que vivía en el bosque, en el agua...
"El mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto": el último testigo...

EL GOLEM EN "EL ALEPH"

Según sus propias palabras, el golem es al Rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios, y también lo que el poema es al poeta.

Si (como el griego afirma en el Cratilo
El nombre es arquetipo de la rosa
En las letras de rosa esta la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Y, hecho de consonantes y vocales,
Habrá un terrible Nombre, que la esencia
Cifre de Dios y que la Omnipotencia
Guarde en letras y sílabas cabales.

Creado por el Rabí Juda León de Praga, el Golem coincide plenamente con la fantasía de "Las ruinas circulares" y con "La secta del Fénix", en cuanto las habita una muy singular escena primaria. Asi lo analizamos en El Secreto de Borges. La vida de este "anormal y tosco" Golem, dependía de una sola letra. Precisamente de un aleph. Con la palabra EMET -verdad- escrita en su frente, se ponía de pie. Transformada en MET -muerte- al tachar la primera letra -aleph en hebreo- volvía a ser barro.
El Golem (1915) de Gustav Meyrink, que Borges tantas veces cita y que formó parte de sus primeras lecturas en Ginebra, es una novela extraña. Transcurre en el Ghetto de Praga, en un ambiente lóbrego, de pesadilla y angustia .
Consideramos que El Golem estuvo muy presente en la inspiración de "El Aleph". Su personaje Anastasius Paneth, luego de alucinantes viscisitudes, se halla en una oscura habitación, sórdida y deshabitada, que había sido, cien años antes, refugio del Golem. Allí se encuentra con "un punto brillante como un ojo". Observa debajo del mismo una caja blanca que, al empujarla, se revela como una hoja suelta. En realidad, es la carta Fou de un juego de tarots. Algo le obliga a mirarla, cada vez con mayor fijeza. "Por lo que podía reconocer desde aquella distancia, parecía pintada torpemente por un niño con acuarelas y representaba la letra hebrea, el aleph, en la forma de un hombre vestido a la antigua usanza de los francos, con la perilla recortada, levantando el brazo izquierdo y señalando hacia abajo con el otro." "¿No tenía el rostro del hombre una extraña semejanza con el mío?", se interroga. El delirio se acentúa y lo que fue sospecha, enseguida será confirmación: "¡Mi propio rostro! Mudo e inmóvil. Así nos estuvimos mirando a los ojos: uno el horrible reflejo del otro". El Loco -Fou- es la primera carta del juego, "así como es el hombre la primer imagen de su primer libro de estampas, su propio doble: la letra hebrea el Aleph, que construída seg ún la forma de un hombre, parece decir, igual que arriba es abajo; lo mismo ocurre abajo que arriba." En el tarot a cada jugador le aparecen las cartas de una forma distinta...
Cada cual tendrá su propio Aleph.

domingo, 1 de agosto de 2010

Borges y el Golem (1958)


En “Las ruinas circulares” se narra la historia de un mago que deseaba soñar un hijo y Fuego lo ayuda en dicho propósito. Tal hijo sólo era producto del sueño de un soñador y la historia se entiende como un simulacro. Ese hijo era una especie de golem, tema que el autor repite en su libro “El otro, el mismo”, en un poema titulado “El Golem” en el que se narra la historia del famoso rabí de Praga y sus prácticas mágicas.

El Golem es una masa informe de arcilla, y pertenece a la Kábbala Práctica. Esta historia tiene mucho de leyenda y se cuenta que la inmensa mole fue creada por el Marahal de Praga para proteger a los judíos de las persecuciones. En casi todas las leyendas los Golem no hablaban pero sí sentían, amaban, especialmente a la hija del rabino, su creador. Los Golem debían ser neutralizados semanalmente con un salmo, en el templo. Si el rabino se olvidaba la “vasta arcilla” transformada en un cuasi hombre, hacía destrozos. El Golem llevaba escrita en la frente o debajo de la lengua la palabra Emet (que significa verdad). Si dicho personaje hacía descalabros, se le sacaba la primera letra y quedaba la palabra Met (muerte) y el Golem se desvanecía, se volvía a convertir en arcilla.

El Golem fue creado por un cabalista práctico, que colocaba los posibles nombres del Hacedor, en círculos, permutaba sus letras, girando alrededor de ellas siete veces hacia un lado y siete veces hacia el otro, esperando que se produjera el milagro, y que la arcilla moldeada con “torpes manos” adquiriera movimientos. Lo importante consistía en pronunciar perfectamente el Nombre, ésa era la clave. Pero a pesar de los esfuerzos los resultados fueron casi nulos. El simulacro no era más que eso, un simulacro de hombre, que según Borges, no hablaba y apenas sabía barrer la sinagoga: “...hubo un error en la grafía o en la articulación del Sacro Nombre; a pesar de tan alta hechicería, no aprendió a hablar, el aprendiz de hombre". En su poema, Borges da una advertencia a la humanidad, "el peligro que puede existir si se quiere imitar al Dios del Mundo".

A pesar del gran esfuerzo, Judá León no pudo encontrar el Nombre del Hacedor. “Sediento de saber lo que Dios sabe/ Judá León se dio a permutaciones/ de letras y a complejas variaciones/ y al fin pronunció el Nombre...” Pero todo fue inútil, el rabí de Praga no lo supo pronunciar, porque no tuvo en cuenta la esencia de tal Nombre: “El nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de rosa está la rosa,/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Nació un ser inútil carente de razón, un simulacro que nada entendió. El rabí mira con angustia su fracaso y se arrepiente de su “hechicería”. Tal arrepentimiento -piensa el poeta- también lo siente Dios cuando mira a su rabí, que lo quiso imitar: “En la hora de angustia y de luz vaga/ en su Golem sus ojos detenía./ ¿Quién nos dirá las cosas que sentía/ Dios, al mirar a su rabino en Praga”.
El dolor y el terrible interrogante, tanto en la Tierra como en el Cielo, han sido articulados.

Revista Soles - Nº 86
Abril 2002



El Golem

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dió a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?