miércoles, 29 de julio de 2015

Poesía Abelardo Castillo


El desterrado

Esta ciudad queda lejos de las rosas de mi padre y de la ventana que da sobre las rosas y de mi mesa junto a la ventana y de mí.

Si valiera la pena escribir en esta ciudad la historia de mi vida
hablaría primero de mi pueblo
y de las calles de mi pueblo
angostas
y cortas
y mal iluminadas.

De la iglesia
(del curita aquel que una mañana no dio misa
y de la muchacha que desapareció esa mañana)
del río
y la barranca y de las lápidas irlandesas del cementerio viejo que está sobre la barranca y del vecino loco que muere entre sus flores y de una puerta que a veces no existía.

Después, padre, hablaría de un perro que se llamaba clavel.

Todo en voz muy baja
como quien se confiesa.

Me da un miedo espantoso morirme en esta ciudad sin haber hablado nunca de estas cosas.

Espejos


Antes que yo, dos hombres han sentido
el sagrado pavor de los espejos.
No soy yo, es mi miedo lo que mido
con esos dos, tan altos y tan lejos.

Poe y Borges supieron de esta rara
maldición de la luz: la que duplica
el horror paulatino de mi cara
que en vejez, tiempo y muerte se disipa.

Dios debiera velarnos a estos jueces
de la ruina del alma y de sus grietas.
Ya es pecado morir, por qué mil veces
matarse entre cristales y aguas quietas.

Por eso no hay espejos en mi casa.
En la pared, un gran dibujo intenta
fijar mi antigua cara. El tiempo pasa
y me asesina sin que yo lo sienta.


FOTOGRAFÍA DE MALCOLM LOWRY

Tremendas mangas, tremendos pantalones y ese mar y esa barba, Malcolm Lowry, y el Popocatepl detrás, o lo que sea,
algo como un volcán,
como el Embudo aquel,
como un presagio.

Es raro, señor Lowry,
lo miro y hace frío,
me digo yo a este hombre lo conozco con esa mole gris
como la muerte, tiene las manos entre las piernas, tiene
frente de mono y grandes mangas y un pantalón de lino, un
pantalón como de marinero,
detrás la Bestia gris,
detrás
hay una especie de montaña que a lo mejor fue verde en las laderas,
pero cómo saberlo.

Y es notable
que alguien saque la foto
de los que posan sobre un fondo tan gris mirando lejos.

Sería interesante
hacerse una pregunta, consultar
a un astrólogo,
sincerarse,
y ver qué significa Malcolm Lowry mirando lejos junto al mar y con las manos entre las piernas como un 
chico que duerme, con sus tremendas mangas y sus
tremendos pantalones, Malcolm Lowry con sus tremendos
pantalones y su barba,
tranquilamente junto al mar,
pegado en mi pared,
de perfil al demonio.


LA OSCURA


Esa mujer semidesnuda aguarda
a un hombre que tal vez vendrá esta noche.
Veo su pelo y en su pelo un broche
de plata isabelina. El hombre tarda.

La mujer es inglesa pero tiene
ojos y largo pelo de española.
Es hermosa, es ardiente y está sola.
No dormirá esta noche si él no viene.

Hay un gato, tal vez... No sé más nada
de esta dama morena y de su impuro
insomnio de mujer que espera a un hombre.

Solo sé que está en Londres, que en su almohada
arde su pelo como un fuego oscuro
y que Shakespeare jamás dijo su nombre.



EL ORANTE

En el exacto centro de mí mismo
hay un hombre que reza, cada noche,
yo lo dejo
tratando de no perturbarlo demasiado.

él no cree en las palabras que murmura
pero reza de noche
cuando siente que yo no lo vigilo.

Las otras puertas (2005)

Existen, efectivamente, aparecen de improviso en un tapial por el / que he pasado mil veces, detrás de un alto mueble, en las / madrugadas tristes de las recovas.

Conducen con demasiada frecuencia casas abandonadas, a pasillos / subterráneos donde hay otras puertas detrás de las cuales / suelen ocurrir crímenes o incestos, a salas góticas donde / duermen condesas de boca ensangrentada junto a jóvenes / monjas de boca ensangrentada, a laberintos de espejos que / reflejan todas las imágenes menos la mía, a laberintos de / espejos donde únicamente se refleja una cara de odio.

Hace mucho que ya no les temo. He descubierto que todo lo que hay / detrás de ella pertenece, aunque de manera algo molesta, al mundo.

La última que abrí da a este lugar de mi propia casa donde escribo / estas palabras, sólo que no ahora, es una sensación extraña, / no ahora sino dentro de algún tiempo, dentro de algún tiempo.

Tres dijes
I
Salgo a remar de noche
por el agua profunda de tus ojos
Una larga ola parda 
donde mi amor deriva 
como un barco lento.
A veces 
se oye una música muy triste 
dentro de tus ojos
Y hay como un estuario 
donde me gusta estar tendido de espalda
recordándome.
II
Pero a veces te odio
salgo a cazar de noche
husmeo el aire
para divisar allá tu espinazo de corza
caer sobre tu flanco 
como un amor
como un tropel de perros
partirte el corazón bajo la luna.
III
Mientras la noche se arma 
sobre el mundo
separados como dos continentes
lejos como amantes polares
divididos
por el ecuador simbólico del sueño.

Elegía para la casa demolida


Sólo quedan fantasmas de blasones
yuyos contando historias de rosales con una rosa azul
tumbados leones
Hay que soñarlo todo
los hastiales, el aljibe que amó la enredadera
decir la luna de oro en los vitrales
el geométrico marco, la escalera
los frisos del balcón, los capiteles
el dragón, el cupido, la quimera
No olvidar allá atrás los dos lebreles de piedra
y el estanque circundado por canteros ardidos de claveles
y la puertita de metal forjado, condenada y profunda
y misteriosa
como para un fantasma demorado por el que
alguna noche sigilosa él jugó a entrar cuando
ella le decía que era nuestra casa
yo tu esposa y allá 
yo sé en qué austera galería
una grave armadura medieval
que viéndonos pasar se sonreía
Era de ellos y así era
cada cual nació para una casa y unos sueños
ellos tenían casa señorial
mirarla era mejor que ser sus dueños
Era invierno
cerraban bien la puerta
y abrir un libro y encender los leños
para ser de esos dos que más
Abierta sólo a ella y a él los esperaba
aún más acogedora por desierta
y un día simplemente ya no estaba
Ni la muchacha fue
ni él vino nunca
Un día no hubo más que yuyo y grava
un león tumbado, una escalera trunca
un día simplemente ya no estaba
y a aquellos dos ya no soñaba nunca.

sábado, 13 de junio de 2015

Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta


Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Anteriormente le preguntó a otros. Los lleva a las revistas. Los coteja con otros, y se preocupa porque algunas reacciones los rechazan. Entonces (como usted me ha permitido aconsejarlo), le suplico que abandone eso. Usted mira hacia fuera y, es precisamente lo que no debe hacer ahora. Nadie puede aconsejarlo ni ayudarlo, nadie. Solamente existe una manera: entre en si mismo. Descubra el fundamento que lo lleva a escribir; investigue si tiene raíces en el lugar mas profundo de su corazón; reconozca si para usted sería necesaria la muerte en caso de ser privado de escribir. Esto ante todo: pregúntese en la hora mas callada de la noche: ¿debo escribir?. Busque en lo mas profundo de si mismo la respuesta. Y si esta es afirmativa, si enfrenta esta grave pregunta con un seguro y sencillo "debo", siendo así, edifique su vida conforme a tal necesidad: su vida, aún en la hora mas insignificante y pequeña, debe ser signo y testimonio de ese acto. Entonces, trate de expresar como el hombre primigenio lo que ve y siente, lo que ama y pierde.
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Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese a usted mismo, reconozca que no es lo suficiente poeta para encontrar en ella sus riquezas. En los creadores no cabe la pobreza, ni los lugares pobres e indiferentes. Y aunque usted estuviera en una cárcel sin poder percibir los rumores del mundo exterior, ¿no tendría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, grandiosa, fuente inagotable de recuerdos?. Regrese a ella su mirada. Intente aflorar las brumosas sensaciones de tan inmenso pasado; se fortalecerá su personalidad, se acrecentará su soledad y se hará un lugar a la sombra, en el cual, el estrépito de los otros pasa de largo y lejano. Y si ese regreso a lo interior, de ese adentrarse a su propio mundo brotan versos, no acuda a nadie para saber si sus versos son "buenos". Tampoco intentará que las revistas literarias se interesen en sus trabajos, pues los verá como una preciosa propiedad natural, un pedazo y una voz de su vida.
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Una obra de arte es buena cuando surge de la necesidad de crearla. En esa naturaleza de origen está implícito el juicio: no hay otro.
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Deseo aconsejarle que progrese en su evolución en forma sosegada y sincera: no podría sufrir un deterioro mas desastroso, si mira hacia el mundo exterior y espera de él una respuesta, a preguntas que solamente podrá contestar desde su interior, acaso, en la hora mas callada.
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viernes, 12 de junio de 2015

Julio Cortázar y su carta a Vargas Llosa...

Querido Mario:
A esta máquina le faltan todos los acentos; los iré poniendo a mano cuando relea esta carta, pero perdonarás que se me salten algunos. Por paquete certificado te devuelvo la novela, y espero que recibas las dos cosas sin demora. He dejado pasar una semana después de la lectura de tu libro, porque no quería escribirte bajo el arrebato de entusiasmo que me provocó La Casa Verde. Y sin embargo, ahora que voy a decirte algunas cosas sin pensarlas demasiado, dejando que la máquina vuele casi a su gusto, siento que el entusiasmo no solamente no ha disminuido sino que se ha afirmado, se ha vuelto ya eso que todo novelista quiere para su obra: recuerdo, memoria segura y firme. Quisiera decirte, ante todo, que una de las horas más gratas que me reserva el futuro será la relectura de tu libro cuando esté impreso, cuando no haya que luchar con esa “a” partida en dos que tiene tu condenada máquina (tírala a la calle desde el piso 14, hará un ruido extraordinario, y Patricia se divertirá mucho, y a la mañana siguiente encontrarás todos los pedacitos en la calle y será estupendo, sin contar la estupefacción de los vecinos, puesto que en Francia las-máquinas-de-escribir-no-se-tiran-por-la-ventana). Sí, leer tu libro impreso va a ser una gran maravilla, porque volveré a vivir el largo viaje de Fushía y Aquilino, que me parece la viga maestra del edificio, o mejor, el hilo conductor de todo el tapiz, como en los diagramas geográficos la línea del nivel del mar parece regir todas las curvas ascendentes y descendentes, las montañas y las fosas submarinas. Y volveré a encontrarme con Bonifacia y con Lituma, con Nieves y con Lalita, para mí los personajes más vivos y logrados de la novela después de Fushía, o junto con él. Fíjate que así, soltándote unas primeras impresiones casi pasionales, te estoy dando ya una opinión sobre el libro; pero me parece necesario decirte, antes de seguir, alguna cosa sobre la totalidad del libro. Bueno, Mario Vargas Llosa. Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo. Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue siendo para mí Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un Joyce Cary o un Dostoievski, y no te pongas colorado, peruanito, que yo no elogio así nomás a nadie, aunque sea un amigo muy querido).
A todo esto Aurora se había apoderado del primer cuadernillo, y me seguía de cerca, de modo que terminamos casi al mismo tiempo el libro y pudimos hablar mucho y criticar todo lo que encontrábamos criticable, y controlarnos mutuamente para evitar las ingenuidades o los entusiasmos excesivos o momentáneos. Para mí fue una gran alegría que mi mujer sintiera exactamente lo mismo que yo, porque es una crítica severa y tiene sobre mí la ventaja de que es más desapasionada y toma sus distancias y juzga objetivamente. Cuando sentí que ella reaccionaba igual que yo, las pocas dudas que pudieran haberme quedado sobre mi primera impresión se disiparon totalmente. Hoy, a muchos días ya de la lectura, seguimos hablando con el mismo tono del primer día. Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto, como diría alguno de nuestros compañeros españoles. Me río perversamente al pensar en nuestras discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro, El Siglo de las Luces quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo. Vos sos América, la tuya es la verdadera luz americana, su verdadero drama, y también su esperanza en la medida en que es capaz de haberte hecho lo que sos.
Quizá te moleste este tono un poco exaltado. De acuerdo, bajaré el registro y te hablaré profesionalmente, sin olvidar las críticas que se me ocurren y sobre las que volveremos a hablar cuando nos veamos. Pero como también me ocurre que la novela me interesa profesionalmente, hay algo que tengo que decirte de entrada y sin el menor regateo: en el plano técnico, La casa verde es maravillosa. Yo no sé si alguien ha empleado ya el recurso que utilizas de los flashbacks incorporados a la acción en presente; no recuerdo ningún ejemplo, y pienso que lo has inventado. Cuando lo advertí por primera vez (Fushía y Aquilino hablan en la barca, Aquilino quiere saber cómo se evadió Fushía de la cárcel, y ahí nomás sigue un diálogo entre Fushía y sus compañeros de evasión, para volver después a renglón seguido al diálogo en presente, y otra vez atrás) sentí una impresión casi vertiginosa. Comprendí que conseguías un teléscopage del tiempo y el espacio, que le ahorrabas al lector un montón de ideas y situaciones intermedias, que tocabas lo esencial de lo narrativo, esa elección de lo realmente significativo y necesario, que a su manera todo gran novelista logra. A ese primer acierto técnico, que me sigue pareciendo cada vez más extraordinario, se suman muchos otros análogos; la irritante, a veces exasperante ambigüedad de los planos del tiempo, que exige del lector una atención vigilante, los episodios que coexisten en un solo momento del relato por el hecho de que hay una relación analógica entre ellos y es natural que los acerques (es natural, pero había que hacerlo, y es difícil, como en el relato paralelo de la muerte de Toñita y del aborto de Bonifacia). Es curioso, pero cuando iba llegando al final del libro, antes del epílogo, tuve una sensación que pocas veces he tenido al leer novelas; la de que había como una complejísima estructura musical, en el sentido en que un poema sinfónico supone temas entretejidos de una manera que el oído, que los percibe consecutivamente, puede sin embargo lograr gracias a la distribución, a los timbres, a los desarrollos y los leit-motivs, algo como una estructura simultánea, un enorme pedazo de música petrificada en la que todo lo que fluía se organiza en un inmenso tapiz suspendido delante de los ojos –del oído, si quieres– como una vivencia total y simultánea. No sé explicarme mejor, pero pienso que mientras hilvanabas los temas, los subtemas, las infinitas recurrencias y resonancias de la novela, entraste sabiéndolo o no en una dimensión musical. No lo entiendas a la manera de una influencia, por supuesto (creo que no eres demasiado melómano), sino de una analogía “estructural”. Yo, que soy melómano incurable, no encuentro otra manera de decirte hasta qué punto la trama de tu libro me parece una especie de potenciación, de proyección hacia ese plano de la arquitectura sonora, sin la cual ninguna obra humana (plástica, literaria o poética) puede superar sus limitaciones. En todo caso, desde el punto de vista de la armazón narrativa, tu libro es uno de los más complejos y más incitantes que he leído en muchos años.
Te prometí las críticas, y paso a ellas para no seguir elogiando de una manera que pueda parecerte indiscriminada. La primera observación viene de Aurora, y yo la comparto. No nos gusta el título del libro. Es pintoresco, y muy por debajo de todo lo que ocurre. Ya sé que un título es cosa difícil, pero trata de imaginar otro. Me gustaría sugerirte alguno, pero no se me ocurre nada. Y ahora, pasando a los personajes, quizá te sorprenda que, para mí, Anselmo no está logrado. Digo que quizá te sorprenda porque en algún sentido debe ser para vos el eje mismo del libro, sin contar que el epílogo está centrado en torno a él. Pues bien, no he logrado “vivir” a Anselmo. Así como Lituma chorrea vida, y Bonifacia, y Fushía, y los inconquistables en pleno, y Lalita, me ocurre que a Anselmo lo veo... literariamente. No entiendo demasiado su llegada, la fundación del prostíbulo, su decadencia, me fastidia un poco cuando está viejo y trabaja para su hija, no llega a emocionarme su amor por la ciega ni su muerte. Me pregunto por qué, y quizá cuando vuelva a leer el libro lo descubra.
En líneas generales siento como si la segunda parte de la novela estuviera algo por debajo de la primera, pero es que hay una tal variedad y una tal fuerza en todo lo que ocurre al principio y hasta la mitad, que uno queda un poco como un perro apaleado y puede ser que entonces influya alguna fatiga hasta física. No te preocupes por esta observación, que puede ser demasiado subjetiva. Pienso también (hice una nota para indicarte el lugar exacto, pero la he perdido) que algunas referencias “explicativas” están completamente de más, a menos que sean irónicas y se me haya escapado la intención. Me refiero a una parte donde das algunos datos geográficos sobre el Marañón (u otro río, pero creo que es el Marañón), y lo haces en uno o dos párrafos que parecen intercalados didácticamente, y que me molestan por eso. Precisamente lo estupendo del libro (ayer se lo decía a Deustua) es que la descripción de la naturaleza, que es fundamental en la novela, está de tal manera fusionada con la acción, que jamás se da uno cuenta de que tú le estás mostrando al lector cómo es un claro del bosque, una curva del río, una calle de la ciudad. Hay una sola atmósfera en que todo ocurre simultáneamente, escenarios y acciones, y eso es de lo más difícil y te lo digo por amarga experiencia personal. El clima general del libro (sequedad y arena y viento, o calor húmedo y alimañas y pantanos) surge con una fuerza tremenda, y alguna vez que me he detenido a analizar un par de páginas para ver cuál era la acumulación de detalles que provocaba esa fuerza, he visto lo que te digo más arriba, es decir, que te basta contar a tu manera para que todo se dé en una misma instancia narrativa, sin esa separación escolar entre “descripción” y “acción” que es propia del novelista común.
Hablando de descripción, se me ocurre que así como en la edición de La Ciudad y los Perros Seix Barral incluyó la foto del Leoncito Prado, estaría muy bien que en La Casa Verde hubiera un mapa. Los no peruanos tendríamos un gran placer en ubicar mejor el escenario general del libro, y creo –es una idea de Aurora, que como ves colabora bastante en esta carta– que si la cubierta del libro fuera un gran mapa de toda la Amazonía (abarcando el lomo y la contratapa), en esa forma se eliminaría lo que tiene de pedante o “científico” un mapa en el interior del libro, y a la vez el lector se daría el gusto de situar a Iquitos o de imaginar la barca de Aquilino en algún tramo del río. A esto te agrego que un pequeño glosario no sería inútil; las diversas tribus indígenas, y unas cincuenta palabras-clave del libro, merecerían una explicación. Uno las va comprendiendo por el contexto, pero comprenderás que los no peruanos estamos a veces un poco perdidos. Silabario puta, soldado carajo, che. Chuncha de la madre, calato, gamitana o zúngaro, silabario jodido, che Mario.
Última cosa: Creo que nunca le das su verdadero nombre al Pesado, pero al final, cuando se ha casado con Lalita, le das su apellido y el lector se queda desconcertado hasta que lo reconoce. O le suprimís el apellido (creo que sería lo mejor, porque uno ya es amigo del Pesado, y no tiene otro nombre que ése) o se lo das un par de veces al comienzo para que no sorprenda al final.
Bueno, yo creo que por esta vez ya está bien. Espero no haberte aburrido demasiado, pero cuando nos encontremos (alguien susurra que venís a Ginebra en estos días, y sería estupendo, porque nosotros estaremos hasta el 27 y podríamos quizá encontrarnos todavía) volveremos a hablar mucho de tu libro. Te agradezco que me lo hayas confiado así, en manuscrito; me permití prestárselo a Raúl, que lo había leído sólo en parte y quería terminarlo. Otros me lo pidieron (Girbau, por ejemplo), pero me negué, porque no me sentía autorizado a hacerlo.
Perdóname la improvisación de esta carta, dale un beso a Patricia de parte de Aurora y de mí, y un gran abrazo de este hermano tuyo que se siente tan feliz de haberte escrito esta carta,
Julio Cortázar
Ginebra, 18 de agosto de 1965

P. S.: Oleriny me manda una postal, y dice que no le has mandado el libro. Me pide que “pierda dos palabras en su favor”. En checo, supongo que quiere decir que te recuerde que le gustaría recibir la novela. No tengo aquí la dirección de Chermak en Praga. ¿Podrías hacerle llegar las líneas que te envío adjuntas? Muchísimas gracias. 
Publicado en la revista Letras Libres, octubre de 2007.
Foto: Editorial Planeta.

martes, 9 de junio de 2015

Julio siempre Julio


“Las circunstancias de mi nacimiento fueron nada extraordinarias pero sí un tanto pintorescas, porque fue un nacimiento que se produjo en Bruselas como podría haberse producido en Helsinki o en Guatemala: todo dependía de la función que le hubieran dado a mi padre en ese momento. El hecho de que él acababa de casarse y llegó prácticamente de viaje de bodas de Bélgica hizo que yo naciera en Bruselas en el mismo momento en que el káiser y sus tropas se lanzaban a la conquista de Bélgica, que tomaron en los días de mi nacimiento. De modo que ese relato que me ha hecho mi madre es absolutamente cierto: mi nacimiento fue un nacimiento sumamente bélico, lo cual dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta"...

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“Qué familia, hermano. / Ni un abuelo comodoro, ni una carga / deca / balle / ría, / nada, ni un cura ilustre, un chorro, / nadie en los nombres de las calles, / nadie en las estampillas, / minga de rango, / minga de abolengo, / nadie por quien ponerse melancólico / en las estancias de los otros, / nadie que esté parado en mi apellido / y exija de la estirpe / la pudorosa relación: ‘Aquel Cortázar, / amigo de Las Heras…’. / Ma qué Las Heras, / no tuvimos a nadie, ni siquiera / en Las Heras (la Penitenciaría / que ya tampoco existe, me contaron”...

“Mi casa, vista desde la perspectiva de la infancia, era también gótica, no por su arquitectura sino por la acumulación de terrores que nacía de las cosas y de las creencias, de los pasillos mal iluminados, y de las conversaciones de los grandes en la sobremesa”...

“Me acuerdo de una plaza, poca cosa: un farol, un paraíso, unos malvones, y ni un banco en que estar y ni una rosa. Pero venían todos los gorriones”...
“Por fortuna me escapé de lo que se suele llamar complejo de Edipo, el cual ha malogrado y malogra a tantos escritores, aunque a otros les otorgue una cierta grandeza. (…) En lo alto y flaco me parezco a mi padre. Saqué los ojos anormalmente separados de mi abuelo materno: en cambio me parezco a mi madre psicológicamente. Es muy imaginativa y novelera. Lee cuanto cae en sus manos. Desde niño, eso me permitió tener libros a mi alcance. Nunca me dio consejos literarios. Intelectualmente era incapaz de hacerlo; en cambio discutíamos nuestras lecturas comunes; por ejemplo, los dos somos unos eruditos sobre las obras de Alejandro Dumas. Las comentábamos interminablemente”....

“Siempre estoy atrasado de lecturas y de escrituras. Y voy a cumplir 43 años, estoy viejo, viejísimo (detrás de mi incorregible cara de chico)”...

“Yo guardo el recuerdo de mi juventud con tanta tristeza ternura como vos, pero hoy en día me siento tanto o más ávido que entonces. (…) Creo que la única gran pérdida son las ilusiones, y a veces las certidumbres, por hermosas que sean, no alcanzan a reemplazarlas. De todos modos hay algo innegable: de muchacho, uno no sabe realmente lo que hace. La autocrítica se ejerce más en el orden moral que en el intelectual. (…) ¿Te acuerdas de lo que era recibir entonces un regalo de un amigo? Era como una salpicadura de divinidad. Las más pequeñas cosas, una cita, un cumpleaños, un banco de plaza, todo estaba cargado de infinito, no sé decirlo de otra manera. Uno lloraba de otra manera”...

“Sobre todo camino y miro. Tengo que aprender a ver, todavía no sé”. “No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman pensamiento y que hace la prosa literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que solo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro"...
“En otras ocasiones he hablado de los autores que influyeron en mí, de Julio Verne a Alfred Jarry, pasando por Macedonio Fernández, Borges, Homero, Arlt, Garcilaso, Damon Runyon, Cocteau (que me hizo entrar de cabeza en la literatura contemporánea), Virginia Woolf, Keats (pero este es terreno sagrado, numinoso, y ruego al linotipista que no escriba luminoso), Lautréamont, S. S. Van Dine, Pedro Salinas, Rimbaud, Ricardo E. Molinari, Edgar A. Poe, Lucio V. Mansilla, Mallarmé, Raymond Roussel, el Hugo Wast de Alegre y Desierto de piedra, y el Charles Dickens de Pickwick Club”...

“Y no esa especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo yo, en el sentido de que si me paso más de diez minutos sin hacer algo, sea lo que sea, tengo la impresión de que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es estar viviendo, tener ese privilegio de la vida. Y es algo que siento cada vez más, mientras mi vida se acorta y va llegando a su término ineluctable, si me permitís la palabra tan cursi”...

“Cuando no recibo suficiente dinero por mis libros o discos, me voy de nuevo a traducir bodrios a la Unesco; lo importante es no ‘profesionalizarse’ en el mal sentido de la palabra”...

“Aurora y yo incurrimos en el matrimonio hace dos días, sábado 22, en la Mairie du 13. Nos casó un maire condecorado, con banda tricolor al pecho y pelo cepillo, muy francés y muy simpático”...

“Todo aquel que vive bien despierto sueña mucho, tiene una carga onírica particularmente densa. ¿Por qué no creer, entonces, que la relación recíproca es también válida, y que hace falta soñar mucho – es decir, aceptar y asumir los sueños- para vivir cada vez más despiertos? (…) Creo que el hombre debería ir al encuentro de su doble nocturno, desterrado y perseguido, para traerlo fraternalmente de la mano, algún día, y hacerle franquear a su lado las puertas de la ciudad”...

“Estoy cansado, confuso, bastante angustiado por muchas cosas que pasan en el mundo, y sobre todo por mis obligaciones frente a esas cosas que pasan en el mundo. No sé todavía qué voy a hacer o en qué me voy a convertir, pero hay un Julio que se ha muerto y otro que todavía no ha terminado de nacer”..

“Carol y yo nos casamos hace una semana. A lo mejor te parece extraño teniendo en cuenta que yo tengo el doble de la edad de Carol, pero después de casi cuatro años de vivir juntos y haber pasado por todas las pruebas que eso supone en muchos planos, estamos seguros de nuestro cariño y yo me siento muy feliz de normalizar una situación que algún día será útil para el destino de Carol”...

“Precisamente porque en el fondo soy alguien muy optimista y muy vital, es decir alguien que cree profundamente en la vida y que vive lo más profundamente posible, la noción de la muerte es también fuerte en mí. (…) Para mí la muerte es un escándalo. Es el gran escándalo. Es el verdadero escándalo. Yo creo que no deberíamos morir. (…) La muerte es un elemento muy muy importante y muy presente en cualquiera de las cosas que yo he escrito”...

“Me molestan las sacralizaciones tipo Elvis Presley o Marilyn Monroe, porque creo que son absurdas en el campo de la literatura; creo que ahí entra en juego un fanatismo que no tiene nada que ver con la literatura. Pero, dicho esto, por otro lado no tengo ninguna falsa modestia. (…) Tengo una conciencia muy clara de lo que he hecho y sé muy bien qué significó, en el panorama de la literatura latinoamericana, la aparición de Rayuela. Y sería un imbécil o tendría una falsa modestia repugnante si no dijera esto”...

“Yo también envejezco, mamita, mis ojos se cansan mucho (los usé demasiado en esta vida) y me fatigo fácilmente; hay días en que me siento rabioso de no ser ya el que fui, aunque no puedo quejarme puesto que no tengo nada realmente grave. (…) En fin, yo veo por tu letra firme y clara, que estás todo lo bien que es posible a nuestros años (qué lindo hablar como dos viejitos), y te deseo que sigas bien y aprovechando el calor bonaerense”...

“Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía, / te quiero, tacho de basura que se lleva sobre una cureña / envuelto en la bandera que nos legó Belgrano, / mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate / con su verde consuelo, lotería del pobre, / y en cada piso hay alguien que nació haciendo discursos / para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. (…) Te quiero, país, pañuelo sucio, con tus calles / cubiertas de carteles peronistas, te quiero / sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, / nada más que de lejos y amargado y de noche”....


viernes, 29 de mayo de 2015

Julio, siempre Julio...


"Uno cree conocer París, pero no hay tal; hay rincones, calles que uno podría explorar el día entero, y más aún de noche. Es una ciudad fascinante; no es la única… Pero París es como un corazón que late todo el tiempo; no es el lugar donde vivo; es otra cosa. Estoy instalado en este lugar donde existe una especie de ósmosis, un contacto vivo biológico. Yo digo que París es una mujer; y es un poco la mujer de mi vida…”  

En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre” 


“…y a mí me quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y así fui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte-Foy, por ejemplo, y en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne.”




Y cuando todo el mundo se iba
y nos quedábamos los dos
entre vasos vacíos y ceniceros sucios,
qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche,
y que durabas, eras más que el tiempo,
eras la que no se iba
porque una misma almohada
y una misma tibieza
iba a llamarnos otra vez
a despertar al nuevo día,
juntos, riendo, despeinados.

Después de las fiestas - Julio Cortázar

miércoles, 27 de mayo de 2015

Julio Cortázar, Rayuela



Foto tomada en Palais de Glace con motivo de la conmemoración del centenario.
Cortázar Entre el Cielo y la tierra - Auspiciado por Embajada de México, en Argentina

¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiere decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, el capítulo, el libro. Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir. Y también es la única recompensa de mi trabajo: sentir que lo que he escrito es como un lomo de gato bajo la caricia, con chispas y un arquearse cadencioso. Así por la escritura bajó al volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el Centro- sea lo que sea.

Julio Cortázar, Rayuela.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Beatriz Helbling


Sucedió así de repente,
en un día no previsto,
un día que no figuraba en nuestro calendario.

Cogiste coraje y me leíste en negativo la frase que dormitaba desde siempre en el doblez de la servilleta.
En la que tanto creíamos.
Y a regañadientes, porque sé que te costaba desprenderte de los momentos que habíamos vivido, me entregaste;
las fotos del último viaje y las del bar en el que cada atardecer brindábamos por lo que éramos,
el libro que aún no habíamos leído, 
el albornoz blanco que envolvía nuestros cuerpos,
aún, con frescura tuyas y mías
y tú última caricia, 
¡pobre de ella!, resistiéndose a perderme.
Yo te dejé
mi segundo más largo detenido en tus labios,
el olor de mi piel entre las sábanas,
el poema que escribí mientras preparaba tu postre preferido,
una lágrima desorientada que se quedó adherida en tu dedo índice 
y un pelllizco de mi tristeza humedeciendo tus pupilas.
En el espejo olvidé mi sombra en fuga
y el temblor de mis manos maquillando el adiós.
Ya ves....te oí decir..... 
“los te quiero” y los “para siempre” acaban rebelándose contra la eternidad.

domingo, 17 de mayo de 2015

Also sprach el señor Núñez


Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a La Pirotecnia con una valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las diez y media, no marcó la tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables.
Veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente sintieron recorrido el espinazo por una descarga eléctrica que los unía en misterioso circuito. En el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles. Nadie habló ni se movió.
–Buen día, he dicho, miserables.
Núñez, con calma, corrió su escritorio hasta ponerlo frente a los demás, y, como un catedrático a punto de dar una clase magistral, apoyó el puño derecho sobre el mueble, estiró a todo lo largo el brazo izquierdo y apuntando al cielo raso con el índice, dijo:
–Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.
Levantó del suelo la valija, la puso sobre el escritorio, se sentó y extrajo de entre sus ropas una enorme pistola. Mientras sacaba del bolsillo un puñado de balas, la señora Martha, una dactilógrafa, dio un grito:
–¡Silencio! –rugió Núñez.
Ella se tapó la boca con las manos; de sus ojitos redondos brotaban lágrimas.
–Señora –el tono de Núñez era casi dolorido–, tenga a bien no perturbarme. El hombre, genéricamente hablando, se vuelve tan feo cuando llora… Llorar es darle la razón a Darwin. Toda la evolución de la humanidad es un puente tendido desde el pitecantropus a la Belleza. La fealdad nos involuciona. Por eso, porque sólo ella, en cualquiera de sus manifestaciones, tiene la culpa del estado en que se halla el mundo, no titubearé en eliminar de inmediato cuanto pueda seguir afeándolo. Sin embargo, quisiera que cada uno de ustedes muriese por propia voluntad. La señora Martha ya no lloraba. Él dijo:
–Sí, por propia voluntad, después de haber comprendido lo grotesco, lo irrisorio que es el empleado de oficina. Por otra parte, amigos, el suicidio es la muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza inhumana nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda eliminada la contingencia. Se hace de la muerte un acto razonable; quien se mata ha comprendido, al menos, por qué se mata.
Se interrumpió. Había interceptado una seña subrepticia que el señor Perdiguero acababa de hacerle al cadete.
–Oh, no. –Núñez sacudía la cabeza, apenado. –Trampas no. Oiga, señor Perdiguero, parece que usted no ha comprendido –sopesaba la tremenda Ballester Molina–. Ocurre que fui campeón intercolegial de tiro al blanco.
De pronto gritó:
–¡Mirarme todos!
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
–¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas tachuelas.
–¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.
–¿Comprendido?
Encendió un cigarrillo. El humo, azul, se elevaba en sulfúricas volutas. Núñez meditaba. Como quien prosigue en voz alta una reflexión íntima, dijo:
–Sí. Indudablemente el oficinista no pertenece a la especie. Es un estado intermedio entre el proletario y el parásito social. Un monstruito mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington. Imagino el futuro: los hombres nacerán provistos de palanquitas y botones. Una leve presión aquí, camina; otra allá, habla; se acciona aquel botón, eyacula; éste de acá, orina. No, no me miren asombrados. Eso es lo que seremos con el tiempo. Sucede que se ha degradado el trabajo; la gente ya no quiere andar de cara al sol, la camisa entreabierta y las manos sucias, de gran francachela con la naturaleza. No. El campo está vacío. Los padres mandan a sus hijos al colegio para que sean empleados de banco. Porque también eso se ha degradado: la sabiduría. Que trabajen los brutos y que estudien los locos; el porvenir del género humano está detrás de un escritorio. Si Sócrates resucitara sería gerente.
Mientras hablaba, sus manos iban dejando caer rítmicas cápsulas sobre la valija: top, top, top. Parecía absorto en aquella operación.
–¿Saben? Me dio miedo averiguar el número exacto de oficinistas que hay en Buenos Aires… De pronto bramó:
–¡Pararse!… Así me gusta: la obediencia y la disciplina son grandes virtudes. Si no, miren ustedes a Alemania: el pueblo más disciplinado de la Tierra. Por eso lo pulverizan sistemáticamente en todas las guerras. Pero, al menos, se hacen matar con orden. Sentarse. Lo que quiero decirles es que los odio de todo corazón. Y los odio porque cada hombre odia a la clase que pertenece. Ustedes, los oficinistas, son mi clase. Y nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha de clases se basa, no como suponen los místicos, en la aversión que se tiene a la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo siente por su grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su condición de proletarios, no habría necesidad de hacer la revolución. Querer transformar una situación es negarla; nadie niega lo que ama. Lo que pasa es que por ahí se juntan cien mil tipos enfermos de misosiquia y, por ver si resulta, deciden dar vuelta al revés la cochina camiseta social, y es lógico que, para lograrlo, deban exaltar justamente aquello que aborrecen. Pero yo estoy solo. Yo no me siento unido a ustedes por ningún vínculo fraterno. Yo no les digo: salgamos a la calle y tomemos el poder. No me interesa reivindicar al empleado. Nunca gritaría: ¡Viva el Libro Mayor!, ¡queremos más calefacción en la oficina!, ¡dennos más lápices y tanques de birome!, ¡necesitamos cuarenta blocks Coloso más por mes! No. Yo, simplemente los odio. Y cuando les haya hecho comprender lo espantoso que es ser empleado de oficina, entonces, con la unánime aprobación de todos, procederé a matarlos.
Calló. Se había quedado mirando al cadete, un muchacho morochito, de apellido Di Virgilio. Volvió a hablar después de una pausa.
–Oíme, pibe –dijo, y en su voz secretamente se mezclaban la conmiseración y la ternura–. Vos todavía estás a tiempo. El muchacho, sobresaltado, dio un respingo.
–Sí, sí, a vos te digo. Vos todavía estás a tiempo; tirate el lance de ser un hombre. Escuchá. El empleado de oficina no es un hombre. Es cualquier cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra. Todos estos que ves acá son sombras. Fijate qué caras de nada tienen. Y no es que siempre hayan sido así. Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. Vos no te imaginas cómo embestía calcular por miles cuando estás haciendo magia negra para llegar a fin de mes sin pedir un adelanto. Oí: estos sujetos tienen grafito en el cerebro, los metes de cabeza en la maquinita sacapuntas y Faber va a la quiebra, son lápices disfrazados de gente. Zombies que hacen trabajar sus reflejos a razón de noventa palabras por minuto. Autómatas que piensan con las falangetas. Pero vos todavía estás a tiempo, pibe; todavía tenes derecha la columna y aún no te salió el callito irremediable en el dedo mayor… ¿Sabes cómo se llama este dedo?
Núñez irguió, agresivo, su dedo del medio. Dijo:
–Dedo del corazón. Qué me contás. Grandioso como un símbolo; un callito que te sale, alegórico, justo en el dedo del corazón.
La señora Martha, furtivamente, enjugó una lágrima. Después, como quien la guarda, envolvió su pañuelito y lo metió en el bolsillo.
–Y, sin embargo, te va a salir: si te quedas, te va a salir. Y dentro de veinte años serás jefe de sección –al decir esto, Núñez percibió una chispa de odio en los ojos del actual jefe–, pero estarás miope, tendrás una protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto vivir torcido, te vendrá una hernia de disco a la altura de la quinta o sexta vértebra. Haceme caso, si no, dentro de veinte años, después de haber viajado diecinueve mil veces en colectivos repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la humanidad, te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los jíbaros, diseca cráneos, hacete anarquista, enamórate como un cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.
Di Virgilio, con la punta de la lengua asomando por entre los dientes, lo miraba. Después, con lentitud, como fascinado, se puso de pie y quedó junto al escritorio. Núñez sonreía.
–Sí, ándate. Ándate, te digo…
El muchacho empezó a caminar hacia la salida. De pronto se detuvo; con gesto de pedir permiso volvió la cabeza. Núñez se levantó de un salto. En el extremo de su brazo extendido, la pistola se sacudía frenéticamente; las venas de su cuello parecían dedos.
–¡Ándate, bestia!
Di Virgilio desapareció por la puerta vaivén. Un segundo después se ondulaba vertiginosamente en los vidrios ingleses de la ventana que daba a la calle. El hombre volvió a sentarse.
–Como decíamos hace un rato, parodiando al célebre fraile –continuó con calma–: somos una porquería. Cualquiera de nosotros tiene, como mínimo, quince años de trabajo. Esto, que ya nos acredita como imbéciles, sería suficiente para eximirnos de todo escrúpulo en lo que atañe a una eliminación masiva. Pero hay más. El trabajo, en sí, es una extravagancia; en las condiciones actuales de nuestra sociedad asume caracteres de manía paroxística, tan graves, que hay una ciencia destinada a estudiarlo. Ella nos informa que, en el presente, el hombre le dedica el sesenta y cinco por ciento de su vida, y memorizo textualmente: “más de la mitad de nuestro existir consciente y libremente propositivo”. Problemas Psicológicos Actuales, de Emilio Mira y López, página doscientos siete, capítulo ocho. Y bien. Yo puedo demostrar que ese porcentaje, con ser impresionante, no es exacto. No hay tal mitad de existir libre. Sin llegar a conclusiones terroristas y afirmar, por ejemplo, que no hay en absoluto libre existir puesto que la libertad es un mito canallesco, hagamos este cálculo.
Una fría mirada de Núñez paralizó, casi sobre las teclas de las máquinas de sumar, los dedos de por lo menos cuatro empleados.
–Lo del cálculo es con la cabeza –anotó–. Cada día, semana tras semana, todos los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas de este peligroso depósito pirotécnico –Núñez acarició significativamente la valija–, nos hemos levantado, los menos madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar nuestro escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, hemos vuelto, hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora regresábamos a nuestra casa?: otra vez a las siete, es decir, medio día después. Agreguemos a esto las ocho horas de sueño que recomiendan los higienistas más sensatos: veinte horas. Las que faltan han sido repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en “satisfacer nuestras urgencias instintivas”, leer el diario, indignarse por el precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la pileta. Los más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato televisor (que viene a ser la más sórdida, la última maquinación para embrutecer del todo al género humano), los otros, digo: ni eso. Qué tal.
Alguien hipó un sollozo.
–¿Es necesario decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?: dormir, ir al bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos, todavía, a misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos por Corrientes; los casados, pintar la cocina…
–¡Basta! –clamó la señora Antonia–. Máteme.
–Aún no. La humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los hombres la voluntad del Gran Tao… ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones? ¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una insolación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de veraneo.
–Máteme –suplicó la mujer.
–No sea cargosa, señora –y Núñez la amenazó con la culata–. ¿Comprenden ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces por día, aplastado, semicontuso, horro-rosamente estrujado durante dieciocho idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible bajo una mezcolanza de trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios. Ah, yo sé lo que es la Humanidad, delante, detrás, encima del zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción de sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno tibio, abollándoseme en el codo… Ésa es la vida, la que les espera hasta que se jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de qué modo habrán perdido la chance de vivir cuando se jubilen. ¿No entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no son jóvenes como Di Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a viajar así, a veranear así; a trabajar frente a un escritorio así… ¡Entiendan!, si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta? ¿Se dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación es un eufemismo; debiera decirse: “el coma”.
Núñez jadeaba. Una ráfaga, de angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe de Transporte, socialista, en un arranque de humanismo corajudo se puso de pie. El dedo le temblaba. Habló:
–¡Usted deforma la realidad! Usted es un maniático, un pistolero, usted…
–Usted se me sienta –dijo Núñez. Parsimón se sentó.
–Pero no me callaré –insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente–. Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al ochenta por ciento de la población de Buenos Aires, que vive de la misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?
–Voy a explicarle. Por dos motivos: el primero, y acaso el más importante, se sigue de que Buenos Aires no es una pirotecnia.
Volvió a acariciar la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.
–Y, el segundo, es que en este momento estoy actuando como el representante más lúcido de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del oficinismo, y, como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx, pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de suicidios. Iniciado el proceso, yo no hago falta… –Se interrumpió. –Lo que estoy notando es mucho movimiento. Vamos a ver: ¡pararse!… ¡sentarse!… Además, ya se los he dicho, nosotros, particularmente, somos irreivindicables.
–Lo irreivindicable para usted –quien hablaba ahora era el señor Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de ratón bubónico y leves bigotitos canos–, lo irreivindicable para usted es el género humano.
Dicho esto, calló.
–Usted puede hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico, porque tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra al hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género humano. Yo tomo el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo veo a la gente en grandes montones ignominiosos. Pregúnteles a esos perros mañaneros que alzan filosóficamente los ojos desde su tacho de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan cien personas, pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen: “Chau, Rey de la Creación, lindo día para yugaría, ¿no?” Eso dicen. El amor a nuestros semejantes tiene sentido si no nos imaginamos a nuestros semejantes en manifestación. Nuestros hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo, lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más concluyente de esta verdad es que los tipos más amantes de la humanidad, los místicos, los santos, se iban a vivir al desierto o a la montaña, en compañía de los animales. El mismísimo Jesús predicaba el Amor Universal en una de las regiones más despobladas del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó a los latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de Borak, la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué es el Amor, armó un ejército.
En el entrecejo de Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente, profundas, hasta el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz baja. El señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto terrible de Núñez lo detuvo.
–¡Nadie más habla! Luego, cambiando de tono:
–Y pensar que hubo tiempos en que la humanidad era feliz. Porque, saben, hubo una época en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y hermosa. Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el cotidiano quehacer del hombre; intervenían en las disputas de la gente; astutamente disfrazados, les violaban las esposas… ¡Época azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con los efebos sobre el trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de plenilunio, un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas bestiales, coronados con racimos de uvas… A propósito, ¿saben lo que tengo en esta valija?: una bomba de tiempo, media docena de detonadores, siete kilos de dinamita y tres barras de trotil.
Cuando acabó de decir esto, pudo presenciar el espectáculo más extraordinario que nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico: después, en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta el centro de la oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco, y, lentamente, con la perfección de un ballet, fueron retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí, cayeron desmayados unos cuantos; los demás, con los ojos enormes elevados hacia el techo, parecían rezar.
–Exactamente así –dijo Núñez– era el terror que experimentaban las ninfas cuando llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados… ¡Manga de proxenetas! –gritó de pronto, y los de la pared lo miraron con horror: ojos de inmóviles mariposas clavadas por el insulto, como a un cartón–. Pero la Gran Insurrección, la verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún día. Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que la Armonía es la fuerza primordial del universo, y la Belleza, la síntesis última. Vendrá un profeta y dirá, mientras carga una ametralladora atómica: “¡Crearemos las condiciones del mundo venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!”… Por eso, compañeros, voy a matarlos.
–¡Nuestros hijos!
–¡Nuestras esposas!
–Cállense, farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece a su mujer explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si echan o se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra parte, mirándolo bien a usted, no, no creo que ella lo llore como una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen ustedes que el hecho de robarse algún lápiz para el vástago escolar les da derecho de paternidad? –Núñez pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los lápices, estiraba el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de localizar al aludido. –En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos de nuestra generación entrarán en el Reino.
Consultó el reloj. Murmuró: falta poco, y una nueva ola de desesperación convulsionó a los de la pared. La mujer que hacía un momento suplicaba ser la primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada a los tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en voz alta.
–Es cierto. Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di Virgilio se encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach el señor Núñez… Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán: él lo hizo. Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez humana será raída de la Tierra. Algún conscripto inspirado organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En crujientes hogueras serán quemadas todas las estadísticas, todos los biblioratos, todas las planillas, todos los remitos. Millones de huérfanos de empleados nacionales, en jocunda caravana, abandonarán las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de rascacielos insa-lubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como los beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo! Oh, y algún día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando falte espacio aquí, poblaremos la Luna y Marte. La Galaxia también es ancha y hermosa. La Belleza, coronada de pámpanos como un dios borracho, entrará triunfal en la casa del hombre, cortejada de machos cabríos… No, los hombres no nacerán provistos de palanquitas y botones. Les será restituida el alma a los hombres. ¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?
Algunas cabezas comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de puro profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían no entender. El hombre levantó la Ballester Molina.
–¡Será la euforia de vivir! –gritó, al tiempo que, con formidable estruendo, disparaba unos cuantos tiros al aire–. ¡La embriaguez! ¡La canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán elegidos por concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque todos los hombres serán poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la chispa madre. Dentro de un instante volarán por el aire todas las instalaciones de La Pirotecnia. Dentro de un instante seremos el monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de acá a cien años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el nombre de todos nosotros.
Núñez, con ambos brazos levantados, seguía descargando estrepitosamente la pistola. Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso agujereado, blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de felicidad. Los del suelo se habían puesto de pie.
–Así me gusta, que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una chispita para propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita! Veo la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos, sí. Muramos.
En efecto, la felicidad de todos los rostros, en especial la de los jefes ahora, iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y los empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación fue breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del mecanismo de la bomba, su posterior inutilización y el barrido del piso.
Perdiguero palmeaba a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no parecía satisfecho. Por fin, Parsimón le dijo:
–En retribución al servicio que le ha prestado a la compañía, desde el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo al oído. Parsimón dijo:
–Ochenta pesos de aumento.
Se daban las manos. Todos sonreían.
–Y ahora, a trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven: sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo.
Di Virgilio parecía triste, se miraba fijamente el dedo mayor. Después irguió la espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por minuto.

Abelardo Castillo, Las otras puertas.